Posó las blancas manos sobre las teclas del piano sin llegar a
presionarlas. Cerró los ojos y dejó escapar un suspiro disfrutando del suave
tacto de éstas. Dos semanas sin tocar era mucho tiempo. Demasiado tiempo. Una
tortura para ella, que amaba ese instrumento y su sonido con toda su alma.
Varias melodías cruzaron su mente en una cacofonía… pero no. Ninguna de ellas
era apta para comprobar que su agilidad digital no había disminuido. Abrió los
ojos y presionó las teclas una vez. El placentero sonido lleno sus oídos y recorrió
su cuerpo como un escalofrío, dejando una agradable sensación en él. Esbozó una
sonrisa atrevida al recordar una melodía concreta.
- Scherzo Diabolico… - Musitó, para a continuación negar levemente.
No. Esa endemoniada composición le resultaba difícil hasta en sus mejores
momentos, y había visto a grandes pianistas derramar lágrimas de sufrimiento
mientras trataban de seguir el frenético ritmo de las notas. Y ella misma la había
tocado llorando en silencio. Si trataba de interpretarla sin calentar primero,
posiblemente se confundiría y se marcharía frustrada de la sala… Y lo que le
apetecía era disfrutar, no enfadarse- Entonces… -Una nueva sonrisa cruzó
su semblante mientras cambiaba la colocación de las manos- Mephisto Walz.
Der Tanz in der Dorfschenke.
Tomó aire profundamente, cerró los ojos un instante, y sus dedos comenzaron a danzar sobre el teclado. Era una música desconcertante al principio, con parones bruscos y escalas aparentemente fuera de lugar. Sin embargo, a medida que el sonido llenaba el ambiente de la enorme sala, se iba comprendiendo el significado de la complicada composición. Parecía el perfecto ejemplo de música programática: Una melodía frenética que evocaba imágenes en la mente y sensaciones en el cuerpo de todo aquel que la escuchaba. La música narraba una erótica historia en la que un mago y un príncipe del infierno llegaban a una taberna donde se estaba celebrando una fiesta de boda…
Las manos de Liszt se movían por el instrumento con una facilidad digna de
elogio. Una sucesión de notas infernal que
requería el uso de prácticamente todos los dedos al mismo tiempo. Dedos que
acariciaban cada tecla con fluidez, enlazando los sonidos de la exaltada pieza.
Entonces el ritmo cambiaba, convirtiéndose la sinfonía en una música
ralentizada que parecía dar inicio a un nuevo tema, a una nueva situación del
cuento. Ahora era una melodía armónica y dulce capaz de conmover hasta el
corazón más frio. Como rezaba la obra de teatro para la que había sido
compuesto ese vals, “hasta las paredes de la taberna se lamentaban, verdes de
envidia porque no podían unirse a la danza del violín de Mefisto”. Y de nuevo,
tras una pausa, los dedos de la joven recuperaron el ritmo, alejando esa
melodía amorosa y volviendo a retomar poco a poco el apasionado y demente
compás del principio... pero sobrepasando los límites, hasta convertirlo en un
sonido donde resultaba imposible tratar de averiguar la velocidad de los dedos
del pianista.
Pero lo sorprendente no eran sus manos: el rostro de la germana tenía una
expresión que prácticamente nadie había visto nunca. Una expresión que solo
salía a relucir cuando experimentaba un intenso placer. Cuando tocaba, se
dejaba llevar por completo por la música. De sus ojos emanaba pasión, deseo,
gozo, regocijo. El dorado de sus iris parecía brillar con más intensidad de lo
habitual, convirtiendo su mirada en algo lleno de vida y calor. Su pálida
piel de porcelana tenía las mejillas ligeramente sonrosadas. Sus labios,
entreabiertos, ligeramente curvados en una sonrisa anhelante que pocas veces
dejaba salir. Su respiración estaba acompasada con la música y era
dirigida por ésta, conteniendo el aire en los silencios, jadeando de manera
casi imperceptible en las violentas escalas.
Para Liszt, la música era algo sin parangón. El más perfecto de los
placeres. Lo único que nunca podría abandonarla.
Pero todo lo bueno se acaba, y poco a poco la interpretación llego a su
fin. Longas, corcheas, fusas… sus silencios correspondientes. Los compases, las
líneas, las claves al principio de cada nuevo pentagrama. Era una maravilla.
Poder convertir esos símbolos en música con solo un baile de manos era como un
milagro.
Liszt bajó los párpados y alzó la barbilla sonriendo con placer.
Disfrutando, aún más si cabía, de esos últimos pentagramas grabados a fuego en
su mente. Su cuerpo se movía suavemente balanceado por el sonido, sintiéndose
abrazada por el, mecida, besada… La calidez de las notas del piano recorría su
piel y llenaba sus pulmones como aliento de vida. Entreabrió los ojos, mirando
un punto perdido en el vacío, entre sus largas pestañas.
Y con un suspiro tocó las últimas notas: Dos acordes secos que dejaron la
estancia sumida en un sepulcral silencio. La joven bajó el rostro hacia las
teclas del piano. Levantó la mano izquierda y se miró los dedos casi con adoración.
Terminar de tocar una pieza sin error era de las mayores satisfacciones
posibles… y si además hacía tiempo que no tocaba, el regocijo era incalculable.
Sus dedos eran su mayor tesoro, la parte de su cuerpo que más cuidaba. Tomó
aire profundamente, tratando de recuperar el ritmo de la respiración, y bajó
las manos a su regazo.
- ¿Dónde se limita el talento? -Murmuró para sí misma,
mirándose de nuevo las manos y lanzando la pregunta al aire, a alguien que
llevaba muerto mucho tiempo.
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