La suave y escasa luz que por cuarto menguante emitía la
luna esa noche se colaba a través de los cristales de las ventanas, iluminando
tenuemente y por igual la piedra de las paredes, la madera de los muebles, el
metal de las armaduras y el suelo del quinto piso. En el castillo reinaba un
imperturbable silencio que nadie osaría interrumpir, y las armaduras,
brillantes, estoicas, parecían las guardianas de esa eterna quietud que, cual
Bella Durmiente de Perrault, parecía esperar con ansia casi imperceptible que
alguien la despertase, o en el caso del silencio, que alguien lo rompiese.
Pero… ¿Qué ocurre cuando aquello que rompe la calma, es más silente que el
propio silencio?